(Horacio Ruminal)
Odio las setas,
dijo el hongo,
asaetado por cierta
incontinencia provisoria
de su verbalidad
imberbe, tan común a
organismos que
cursan la carencia de órgano
emisor.
No quiero ser un
hongo más, se pronunció
en silencio:
Odio las sectas
secretas y las setas erectas,
si no fuera hongo
sería un poeta.
Es difícil no
dudar,
aún para este
hongo, genérico, solo
pero bien plantado
en su condición
histórica, su
estructura simple
aunque eficaz, y con
un pasado digno
de respeto por
cualquier individuo y
especie que se
precie.
Un hongo nunca está
solo,
aún cuando parezca
estarlo:
está siempre
rodeado
de esporas en
espera.
Un hongo es un
cuerpo autosuficiente,
no necesita otro
hongo para producir
hongos.
Un hongo es
indiferente a la circulación
de metáforas de
hongos, al sentido común,
al mínimo común
múltiplo y al sentido de
utilidad que domina
las relaciones humanas.
Cargan con la
dificultad taxonómica
que enrrarece
nuestra relación con ellos:
seres vivos que no
califican de semejantes
ni de prójimos, ni
animales ni vegetales,
optamos por
incluirlos en esa categoría dudosa
e indefinida de
organismos primarios anteriores
a la división
reinante, junto a líquenes, bacterias
y bacilos.
Guardamos una
distancia saludable y prudencial:
Nadie tiene una
maceta con un hongo, a no ser
que surja en forma
espontánea (algo que los hongos
suelen hacer con
toda espontaneidad)
No cultivamos hongos
por voluntad, salvo que sea
con fines
comerciales. Se prefiere una planta de interior,
cualquier planta
viste más que un hongo, se adapta al
ambiente, al
alféizar o al balcón y goza de mayor
aceptación.
Guardamos una
distancia prudencial con los hongos,
que se presentan en
muy diversas formas y tamaños.
Algunos son aptos
para el consumo, y de alta calidad
nutritiva. Otros
son letales, pero solo si los comemos.
Salvando las
distancias, no somos tan distintos:
su cuerpo es casi
todo agua, como el nuestro
y compartimos la
condición efímera.