(Carlos Inquilino)
No pude con mi genio,
una presencia atosigante,
incómoda, invasiva. Siempre
fatigándome, interviniendo
mis decisiones poéticas,
observándome escribir,
controlando mis impulsos
autóctonos, reemplazando y
anulando los excesos naturales
del poema, para dar forma a otros
sentidos psudopódicos: un texto extraño,
donde casi no podía reconocerme.
No pude con mi genio,
bastaba que escribiera una palabra
para que la sacara de contexto.
No podía: era él o yo
¿Quién oyó?
Hubiera escrito él con esta mano.
Eugenio se llamaba, decía haber
habitado el alma de un poeta
olvidado.
Durante años lo soporté
con resignación, por una cuestión
de convivencia: Detesto la violencia.
Pero la paciencia se agota, como la
inspiración y la memoria.
Lo recuerdo todavía:
inclinado sobre mi,
a mi siniestra, dispuesto a doblegar
mi voluntad -por cierto débil,
reconozco- terciando en el precipitado
del poema para obtener el suyo:
Un fluído espeso de palabras en tensión,
una retórica retorcida, soporte de ideas
vacilantes, que se abrían a la oscuridad
de los sentidos, para disolverse luego
en una espuma espúrea, más oscura
que cualquier aspiración humana.
Textura disolvente, tránsito lento,
un poema espasmódico
que rechazaba toda mampostería
sin seguir ningún patrón semántico.
Tan geniales que nadie entendía
ni leía, salvo yo, obligado
a leerme.
No pude con mi genio:
Me cansé y se lo eché
a los perros.
(Debe andar por ahí: no tengo
perro y mis gatos son selectivos,
no comen cualquier cosa)
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