(Senecio Loserman)
Las deudas del fuego son sagradas,
como las brasas que nos abrazan
hasta las últimas consecuencias.
El fuego no arde ni se quema;
no es materia.
La combustión es adorable y es amable
como cualquier trabajo físico bien
ejecutado.
Los cuerpos somos parte del juego
inevitable, más allá del amor erogado
al consumir.
En el fuego del amor, los morosos
quedan pagando; esperan su oportunidad:
sueñan un mundo amoroso que no se apague.
En mi pago sólo habemos deudos
y velámenes maltrechos, mudos testimonios
de naufragios tan antiguos como el fuego.
Arboladuras vetustas y anacrónicas
nos sirven para alimentar un fuego tibio
y fugaz, como una pasión sin fundamento
que crepita en vano y nos reúne como un
juego de mesa.
Las mesas son un buen combustible,
adoramos la combustión: no hay otra
cosa digna de adorarse, al cabo.
En mi pago sólo habemos desafortunados,
empedernidos perdedores que ambulamos
merodeando un fuego moderado.
Velamos las cenizas de otras cenas
y no hay pena que nos sepa ajena.
Las deudas ilegítimas se heredan
como la combustión de los cuerpos
que ameritan la mora.
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