(Cósimo Stancatto)
La adopción de la imagen del sapo
como símbolo patrio, está generando
algunas discusiones en las altas esferas.
Los defensores de la propuesta y del
batracio nativo, sostienen que es más
autóctono que cualquiera de nosotros,
nunca fue plaga ni afecta nuestro
desarrollo sustentable, y profesa un
amor a su tierra superior al nuestro.
Sus detractores, argumentan que el sapo
no vende, como la poesía: nadie en su
sano juicio compra un sapo, ni pagaría
por él.
Tiene mala prensa, se lo asocia al inframundo
y a prácticas oscuras, como la brujería, y no
cumple las condiciones para representar al
ser nacional y popular.
Ni siquiera responde a nuestros cánones de
belleza, tiene sangre fría y tampoco es un
mamífero. Las fantasías de los cuentos de
hadas, nunca pudieron ser verificadas.
Lejos de generar empatía, lo único que nos
produce el sapo, es un rechazo unánime.
Del otro lado, los patriotas que impulsan la
recategorización del anuro como símbolo
emblemático, aceptan algunos argumenos
en forma parcial, pero refutan el último, que
es también el más importante:
El rechazo unánime, es precisamente la prenda
de unidad que necesitamos. Hay pocas cosas
que nos unan, más allá del enemigo, como para
despreciar este rechazo, no menos infundado
que otros y del que la noble criatura no tiene
ninguna responsabilidad.
Lejos de ser un enemigo, el sapo nos es útil
controlando la población de mosquitos, y otros
bichos indeseables.
Es cierto que no nos da su leche, ni su carne, ni
sus huevos; no tiene lana ni nada para dar y ni
siquiera se puede montar; tampoco domesticar.
Pero al menos canta, y lo hace mejor que muchos
que cobran por hacerlo: Es mejor no hacer nombres,
pero ¿Cuántos sapos nos hemos tragado a lo
largo de la historia?
Es verdad que sapos hay en todas partes, pero
el nuestro no es menos que ninguno y es tan
nativo como soberano. La popularidad se
construye, y él puede representarnos mejor
que cualquier otro símbolo.
Sólo hay que darle la oportunidad.
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