(Horacio Ruminal)
Era un jugador interesante, para algunos
de alta gama, que supo brillar en su país,
en su selección nacional, y también en
México.
Ayoví, era un jugador todo terreno, se hacía
respetar por propios y extraños: ponía todo,
no se guardaba nada y no le faltaba técnica:
podía resolver el espacios reducidos como
sorprender con su velocidad.
Era una pieza fundamental, con cualqiuer
camiseta que vistiera. Es Ayoví y diez más,
proclamaban los fanáticos.
Lo tenía todo para que su figura trascendiera
el continente y tallara entre los grandes
de la elite de ultramar, donde se juega el
fútbol más caro del planeta.
Pero había un problema: Ayoví no jugaba
con lluvia, y en Europa suele llover casi
siempre, en forma intermitente.
La lluvia puede interpretarse como una
bendición o un castigo, según la intensidad,
su duración y las circunstancias geográficas
e históricas. Pero siempre fue percibida como
un mensaje de las altas autoridades celestiales.
Cada cultura tiene sus creencias, y él mantenía
la de sus ancestros africanos.
Sus compañeros intentaron disuadirlo; le
explicaban que la lluvia no hace nada, sólo moja
y puede afectar el pique del balón y alterar la
velocidad de juego. No mucho más que eso, y
además, siempre que llovió paró.
Pero las creencias son más fuertes que la razón
y deben ser respetadas: Yo paso, repetía Ayoví,
hasta que la lluvia
pase no juego.
Algo parecido había ocurrido antes, no muy lejos,
con otro jugador de color, aunque de otra cultura
preexistente, que rechazaba la noche.
Con la noche no se juega, no cuenten conmigo
esta noche ni otras. No había forma de que entrara
en razones: Entendía que los dioses habían creado
la noche para el descanso, el amor, y para que se
solazaran las almas de los muertos. El no estaba
dispuesto a profanar esos mandatos.
Había que resignarse, el respeto por las diversidades
está por encima del juego, e incluso de los negocios.
Los compañeros de Ayoví, así como los dirigentes y
la propia afición, sabían que si llovía no podrían contar
con su figura excluyente, y sin su estrella prodigiosa
y cintilante, nada sería igual:
Elevaban plegarias, celebraban conjuros, disponían
ofrendas y prometían todo tipo de sacrificios a sus
divinidades para que el cielo escuchara y se allanara
a sus deseos, posponiendo esa lluvia amenazante y
ya pronosticada por el servicio meteorológico.
El hombre no se inmutaba: Yo no puedo hacer nada,
lo siento. Es la lluvia o yo, decía Ayoví.
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