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jueves, 11 de mayo de 2023

Who save the rain

 

(Horacio Ruminal)

 

Era un jugador interesante, para algunos

de alta gama, que supo brillar en su país,

en su selección nacional, y también en

México.


Ayoví, era un jugador todo terreno, se hacía

respetar por propios y extraños: ponía todo,

no se guardaba nada y no le faltaba técnica:

podía resolver el espacios reducidos como

sorprender con su velocidad.


Era una pieza fundamental, con cualqiuer

camiseta que vistiera. Es Ayoví y diez más,

proclamaban los fanáticos.


Lo tenía todo para que su figura trascendiera

el continente y tallara entre los grandes

de la elite de ultramar, donde se juega el

fútbol más caro del planeta.


Pero había un problema: Ayoví no jugaba

con lluvia, y en Europa suele llover casi

siempre, en forma intermitente.


La lluvia puede interpretarse como una

bendición o un castigo, según la intensidad,

su duración y las circunstancias geográficas

e históricas. Pero siempre fue percibida como

un mensaje de las altas autoridades celestiales.


Cada cultura tiene sus creencias, y él mantenía

la de sus ancestros africanos.


Sus compañeros intentaron disuadirlo; le

explicaban que la lluvia no hace nada, sólo moja

y puede afectar el pique del balón y alterar la

velocidad de juego. No mucho más que eso, y

además, siempre que llovió paró.


Pero las creencias son más fuertes que la razón

y deben ser respetadas: Yo paso, repetía Ayoví,

hasta que la lluvia pase no juego.


Algo parecido había ocurrido antes, no muy lejos,

con otro jugador de color, aunque de otra cultura

preexistente, que rechazaba la noche.


Con la noche no se juega, no cuenten conmigo

esta noche ni otras. No había forma de que entrara

en razones: Entendía que los dioses habían creado

la noche para el descanso, el amor, y para que se

solazaran las almas de los muertos. El no estaba

dispuesto a profanar esos mandatos.


Había que resignarse, el respeto por las diversidades

está por encima del juego, e incluso de los negocios.


Los compañeros de Ayoví, así como los dirigentes y

la propia afición, sabían que si llovía no podrían contar

con su figura excluyente, y sin su estrella prodigiosa

y cintilante, nada sería igual:


Elevaban plegarias, celebraban conjuros, disponían

ofrendas y prometían todo tipo de sacrificios a sus

divinidades para que el cielo escuchara y se allanara

a sus deseos, posponiendo esa lluvia amenazante y

ya pronosticada por el servicio meteorológico.


El hombre no se inmutaba: Yo no puedo hacer nada,

lo siento. Es la lluvia o yo, decía Ayoví.




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