(Amílcar Ámbanos)
Cuatro niñas jugando a la rayuela.
La luz de la luna era suficiente.
Saltaban con movimientos etéreos,
como si desconocieran la ley de gravedad.
No puedo asegurar el número cuatro,
tampoco otros.
Yo miraba, no jugaba: nunca jugué
ni entendí ese juego, nadie supo
explicármelo.
Ellas no me veían, concentradas en
su juego, iban y venían con toda
naturalidad:
Una naturalidad que me era desconocida,
casi tanto como el juego de rayuela.
El dibujo en el piso, con los números
encerrados, era de una dimensión mayor
a la habitual.
Tanto, que no parecía posible que ningún
humano, niño o adulto, fuera capaz de esos
saltos.
Ellas los daban con naturalidad, sin
denotar ningún esfuerzo.
Yo estaba cerca, a un costado
y observaba por el rabillo del ojo,
con alguna dificultad, mientras
practicaba la postura del niño,
en un estado de relajación adecuado
para inducir al sueño en forma natural.
(Esa postura la aprendí hace poco,
cuando era joven no podía lograrla)
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