(Amílcar Ámbanos)
Un ruiseñor overo ensució mi overol.
En ese sentido, no hay diferencia entre
los pájaros: a la hora de emitir su excremento
no se fijan dónde lo hacen, ni tienen un lugar
asignado a ese fin.
No sé si es adecuado decir fin, la frecuencia
de sus evacuaciones es tal, que parece que
nunca hubiera un fin.
En fin, no puedo culpar al ruiseñor.
Tampoco lo haría si fuera una paloma, un buitre
o un vencejo. Si fuera un cuervo o un buho
lo pensaría: estas aves dan para pensar.
Pero el ruiseñor overo me ensució el overol,
que uso para escribir poemas: El hábito no
hace al monje.
No soy monje, pero la poesía es la única
religión pura: Es pura fe, y la fe se debe
a la palabra que la crea.
Yo no necesito un hábito; me basta mi overol
que me protege de las impurezas del mundo
exterior, para alcanzar la pureza del poema.
Ahora está sucio, por obra del ruiseñor overo.
Ha de ser el precio por haber gozado de su
canto, que agradezco como buen creyente y
contribuyente.
No puedo, ahora, escribir poesía pura:
Uno no elige lo que hace, salvo excepciones.
Ni Valéry, ni Mallarmé, ni Poe podrían.
Mucho menos yo.
A diferencia de la fe, la pureza no se crea.
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