(Amílcar Ámbanos)
La hidalguía, el temple, la dignidad
que refleja la nobleza de espíritu,
son atributos propios de esa naturaleza
superior que distingue a algunos hombres.
Es el caso de nuestro Eusebio Troncoso, un
adulto mayor que, formado en los rigores
de la discipìna deportiva, repasa su experiencia
de vida y confiesa:
Trabajé desde muy temprano para ser un
deportista de élite, tal era mi aspiración, y
siempre concebí la vida como un sacrificio:
A mi, nadie me regaló nada, ni conté con otro
apoyo que mi voluntad indoblegable. Pintaba
para grandes cosas, pero por circunstancias que
no vienen al caso, no se concretaron.
Pasé por distintos clubes, pero no llegué a
explotar como se esperaba; acaso no supe
manejar las presiones de las expectativas, un
tanto excesivas que pesaban sobre mi:
De haber sido una promesa, pasé a deambular
por clubes cada vez más modestos y a conocer
sus bancos de suplentes, hasta que llegó la hora
del retiro.
Lo acepté con entereza, el fracaso es una
contingencia de la vida: en toda competencia
hay ganadores y perdedores.
Hay que saber perder con dignidad. Gracias
a mi formación, mantengo viva la llama del
espíritu deportivo, que me permite asimilar
con grandeza y humildad éxitos y fracasos.
No soy un ganador, reconozco que perdí
mucho más de lo que gané, pero nunca me
guardé nada, siempre dí lo mejor de mi y
no tengo nada que reprocharme:
Nunca bajé la guardia. La experiencia vivida
no tiene precio, es lo que me hizo crecer y
aprender: El éxito es efímero, sólo se aprende
del fracaso.
No sé si soy el mejor ejemplo,pero todo
lo que soy lo debo a mi formación
en el espíritu deportivo.
Lo importante es competir.
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